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domingo, 18 de marzo de 2012
viernes, 9 de marzo de 2012
¡Empezamos el 2012 con un cuento!
EL REY QUE NO QUERÍA BAÑARSE
Las esponjas suelen contar historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy baja, de modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.
Una esponja una vez me contó la siguiente historia.
En une época muy lejana, las guerras duraban mucho. Un rey se iba a la guerra y volvía-por ejemplo-treinta y seis años después, cansadísimo y sudado de tanto cabalgar, y con la espada tinta en chinchulín de enemigo.
Algo así, pero no tanto, le sucedió al rey Leovigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años más tarde protestando, como siempre, porque le dolía todo el cuerpo.
Naturalmente, lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente.
Pero cuando llego el momento de sumergirse en su rica bañadera de hojalata, el rey dijo el trácate.:
-No me baño-dijo-¡No me baño, no me baño, no me baño!
La reina, los príncipes, toda la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.
-¿Pero qué pasa su majestad? –Le preguntó el viejo chambelán-.¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿O la bañadera es demasiado profunda?
-No, no y no- contestó el rey .Pero yo no me baño nada-.
Y por muchos esfuerzos que hicieron para convérselo, no hubo caso.
Con todo respeto trataron de meterlo a la bañadera entre cuatro. Pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafarse que al final lo soltaron.
La reina Inés consiguió que se cambiara las medias_¡las medias que habían batallado con él veinte años! –pero nada más. Su prima, la archiduquesa Flora, le decía:
-Pero ¿Qué le pasa Leovigildo? ¿Temes oxidarte o despeinarte o arrugarte!
Y así pasaron horas interminables.
Hasta que el rey se animó a confesar:
¡Es que me extraño mis armas, los soldados, las fortalezas y las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿Qué voy hacer sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono dramático:
-¿Qué soy yo acaso? ¿Un rey guerreante o un poroto en remojo?-
Pensándolo bien, Leovigildo tenía razón. Pero ¿Qué se podía hacer? Razonaron un poco y por fin el viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mandaron hacer un ejercitó de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza y su caballo. Les pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con un puente levadizo y unos cocodrilos del tamaño de un carretel para poner en el foso del castillo. Fabricaron tambores y clarines chicos, y unos barcos de guerra que navegaban empujados a mano o soplido. Todo eso se lo metieron en la bañadera del rey, junto con unos dragones de jabón.
¡Leovigildo quedo fascinado! ¡Era junto lo que necesitaba!
Veloz como una foca, se zambulló en la bañadera. Alineó sus soldados y ahí nomás empezó un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacia sonar una corneta y gritaba como un energúmeno.
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
Y también que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que sería bañarse.
Ema Wolf
Las esponjas suelen contar historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy baja, de modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.
Una esponja una vez me contó la siguiente historia.
En une época muy lejana, las guerras duraban mucho. Un rey se iba a la guerra y volvía-por ejemplo-treinta y seis años después, cansadísimo y sudado de tanto cabalgar, y con la espada tinta en chinchulín de enemigo.
Algo así, pero no tanto, le sucedió al rey Leovigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años más tarde protestando, como siempre, porque le dolía todo el cuerpo.
Naturalmente, lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente.
Pero cuando llego el momento de sumergirse en su rica bañadera de hojalata, el rey dijo el trácate.:
-No me baño-dijo-¡No me baño, no me baño, no me baño!
La reina, los príncipes, toda la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.
-¿Pero qué pasa su majestad? –Le preguntó el viejo chambelán-.¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿O la bañadera es demasiado profunda?
-No, no y no- contestó el rey .Pero yo no me baño nada-.
Y por muchos esfuerzos que hicieron para convérselo, no hubo caso.
Con todo respeto trataron de meterlo a la bañadera entre cuatro. Pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafarse que al final lo soltaron.
La reina Inés consiguió que se cambiara las medias_¡las medias que habían batallado con él veinte años! –pero nada más. Su prima, la archiduquesa Flora, le decía:
-Pero ¿Qué le pasa Leovigildo? ¿Temes oxidarte o despeinarte o arrugarte!
Y así pasaron horas interminables.
Hasta que el rey se animó a confesar:
¡Es que me extraño mis armas, los soldados, las fortalezas y las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿Qué voy hacer sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono dramático:
-¿Qué soy yo acaso? ¿Un rey guerreante o un poroto en remojo?-
Pensándolo bien, Leovigildo tenía razón. Pero ¿Qué se podía hacer? Razonaron un poco y por fin el viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mandaron hacer un ejercitó de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza y su caballo. Les pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con un puente levadizo y unos cocodrilos del tamaño de un carretel para poner en el foso del castillo. Fabricaron tambores y clarines chicos, y unos barcos de guerra que navegaban empujados a mano o soplido. Todo eso se lo metieron en la bañadera del rey, junto con unos dragones de jabón.
¡Leovigildo quedo fascinado! ¡Era junto lo que necesitaba!
Veloz como una foca, se zambulló en la bañadera. Alineó sus soldados y ahí nomás empezó un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacia sonar una corneta y gritaba como un energúmeno.
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
Y también que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que sería bañarse.
Ema Wolf
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